domingo, 10 de noviembre de 2013

Espaguetis al ajillo con jamón.


Fue, más o menos, así: don Enrique García Corretger era agente de aduanas. Como otros de sus colegas, comía en el Restaurant Alastruey, en la calle Mercaders, detrás de la Vía Laietana de Barcelona. También comían abogados y economistas, todos ellos bien retribuidos en aquel tiempo. Dos de los comensales, en peor fortuna, eran un canónigo catedralicio que respondía por Monseñor Benavent y el autor.

La oferta del Alastruey era, en aquel tiempo y para aquel público, cosa de un único guiso diferente para cada día, ensaladas, bistec y entrecot de ternera y bichos de mar con dos valvas o con muchas, muchísimas patas. Era, simplemente, espectacular.

Un día, don Juan, antes de sus gambas, sus almejas, sus ostras, sus centollas o sus nécoras, pidió el guiso como entrante. Había spaghetti con tomate y atún. Se conoce que no le acomodaba y pidió los spaghetti sin tomate y sin atún.


  • ¿Cómo los quiere...?. 
  • Al ajillo, como las angulas. 
  • ¿Le pongo queso...? 
  • Si tienes que poner algo, que sea jamón de jabugo.


Y así quedó el plato, y así quedó para la carta del Restaurant (y para el recuerdo y maniobra culinaria, al menos, para Monseñor Benavent y para el autor).








Tomamos unos spaghetti, a razón de entre cincuenta y cien gramos por comensal, según el saque.








Disponemos un diente de ajo por comensal, y media guindilla por cada cuatro comensales.








Ponemos una olla con agua y una pulgarada de sal a fuego vivo.










Tomamos los spaghetti como un macillo, por el medio, y los llevamos al centro de la olla. Abrimos la mano y dejamos que abran según su caer natural.








Con el agua y el calor, van sumergiendo...








...hasta hundirse por completo. A los pocos -dos o tres- minutos, empezamos a dar vueltas para que naden con gracilidad y no se peguen.







Hay que seguir críticamente las instrucciones del fabricante: Cocemos por el tiempo que indica -que es el estándar italiano del dente- y seguimos hasta el punto que nos dé la real gana. Al autor, por ejemplo, le gustan un par de minutos de cocción más blandos. Sacamos a un colador, y refrescamos al grifo de agua fría. Reservamos.








Cortamos la guindilla con la precaución de retirar todas las semillas que guardan más artillería que Santa Bárbara, y sería poco prudente tomarlas.








Ponemos una sartén amplia al fuego con una cucharada de aceite por comensal, más una de propina.








Echamos la guindilla, y un diente de ajo cumplido por cada comensal, cortado a sextos.








Y lo ponemos todo a fuego mínimo para confitarlo muy despaciosamente. Mientras se confita, disponemos unas lascas de jamón (una por cada dos comensales)








Vemos las burbujitas pequeñas de la buena técnica del confitado, y dejamos que la vida fluya.









Cortamos las lascas de jamón en virutas mínimas.








Ladeamos la sartén para que el confitado sea uniforme...








... hasta que el ajo toma un color arena suave: Es el punto.








Incorporamos los spaghetti a la sartén y damos vueltas hasta que embeba todo el aceite.








Añadimos el jamón, y seguimos salteando con la ayuda de dos espátulas.








Un par de minutos de meneo y emplatamos.







Que sea de gusto.




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