Nuestra querida Empar ha visitado Tenerife y ha tenido la gentileza de traernos un bote de mojo concentrado, a lo que sólo se puede responder -como Dios manda- dando las gracias y preparando unas papas arrugás.
En las Islas Canarias se cría una patata autóctona, la negra. A orillas del Mediterráneo, donde nos encontramos, puede ser difícil encontrar patatas negras. En el mercado, hemos encontrado unas patatas muy a propósito: pequeñas, limpias y de un tono pardo entre el rojo de las tradicionales rojas, y el blanco de las Monalissa. Por parecer, parecen leires, pero tampoco hemos querido violentar a la jovencísima verdulera con preguntas inconvenientes. Según vimos, nos convencieron. ¿Para qué más...?
Disponemos una cazuela con agua y un par de buenos puñados de sal gorda. En sede de patatas, no hay que pasar duelo con la proporción de sal, porque la patata toma toda la que necesita y ni un punto más.
Echamos a cocer las patatas a fuego vivo por media hora.
Certificamos el final de obra pinchando con un palillo una patata y tomando conciencia por el tacto de que están en sazón. En este punto, escurrimos las patatas y las dejamos en la propia cazuela, en seco, para que vayan arrugando hasta el punto que nos convenga. Nosotros, las emplatamos pronto para no perder el punto que han alcanzado.
Leemos la etiqueta del bote -rara costumbre de muy buenos resultados, por lo general- y descubrimos que la salsa es concentrada y hay que ponerla al punto deseado trabándola con más aceite de oliva.
Así que echamos en un pocillo un par de cucharaditas de salsa...
... otro tanto de aceite crudo de olivas...
... y trabamos con unas varillas.
Disponemos el pocillo devenido en salsera en el centro del plato, y las papas alrededor, para bien poder partirlas a mano, pincharlas con el tenedor y migarlas en la salsa.
Que sea de gusto.
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